Cuando somos niñas, absorbemos el mundo a nuestro alrededor: palabras, gestos, emociones, creencias y maneras de tratarnos a nosotras mismas. Y uno de los ejemplos más poderosos en nuestra infancia es nuestra madre, o las figuras femeninas que nos criaron.
Si creciste escuchando a tu madre quejarse de su cuerpo frente al espejo, minimizando su belleza o rechazando partes de sí misma, es probable que, sin ser consciente, hayas aprendido a hacer lo mismo.
Puede ser que se criticara a sí misma y por ello aprendiste a mirarte con dureza, si se preocupaba en exceso con la dieta o con «arreglarse» para ser aceptada, entonces entendiste que tu valor dependía de la apariencia.
Cuando decía, por ejemplo: «qué gorda estoy», no solo hablaba de ella, estaba sentando las bases de un diálogo interno que, con los años, se convertiría en el tuyo. Y claro, todo esto afecta directamente a la autoestima corporal, hace que nos volvemos más autocríticas, inseguras y desconectadas de nuestro cuerpo.

No se trata de culpar a nuestras madres, porque ellas también heredaron estos mensajes de sus propias madres, y de una sociedad que lleva generaciones ejerciendo presión sobre el cuerpo y la apariencia de las mujeres.
Pero sí podemos romper el ciclo; observando nuestro dialogo interno, cuestionándolo y eligiendo conscientemente cómo queremos hablarnos a nosotras mismas y a las niñas que nos rodean.
Podemos empezar a mirarnos con más amabilidad, entender que nuestra valía no está en cómo nos vemos, sino en quiénes somos, que nuestro cuerpo es un regalo y que nunca fue el problema, el problema es como nos enseñaron a percibirlo.
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