La presión estética nos hace sentir que nuestro cuerpo nunca es suficiente, que siempre hay algo que cambiar, corregir o mejorar, nos roba la libertad de disfrutarlo tal y como es.
La forma en que nos relacionamos con nuestro cuerpo se moldea día a día a través de lo que aprendemos en casa, de lo que percibimos en nuestro entorno y de los mensajes que recibimos de los medios de comunicación.
Desde niñas nos han hecho creer que nuestra apariencia es muy importante. Constantemente nos enseñan cómo «debería» ser nuestro cuerpo, como si valiésemos más por cómo nos vemos que por quiénes somos.

Por todo esto, lo a gusto que nos sentimos con nuestro cuerpo influye en nuestro día a día más de lo que pensamos.
Sin ser conscientes del todo, podemos pasar horas preocupándonos por nuestra apariencia o gastando dinero en productos y tratamientos para cambiar lo que no nos gusta.
Vivimos en un sistema que prioriza el negocio sobre nuestro bienestar, imponiendo estándares irreales para luego vendernos la solución. Así nos mantienen atrapadas en un ciclo sin fin.
La única salida a esta trampa es aprender a valorar y aceptar nuestro cuerpo tal como es, entendiendo que su belleza está en ser único y en ser nuestro.
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